y a otros personajes variopintos,
que dejan escapar de entre sus dedos,
parte de su alma en cada letra,
en cada imagen que crean.
Cuando aquel Vagabundo descubrió en su esquina,
en la que solicitaba unas monedas a cambio de un poema, El Libro de Horas de un Ángel Caído, dudó del rayo que le había enviado el destino. En el reflejo de su ventana, asomaba una pasión de
cuando no tenía cicatrices en el alma, el traqueteo del tren volvió sus recuerdos a cartas
escritas por manos casi ya olvidadas.
Su amigo El Cartero, por algo parecido, perdió la cordura entre dos mareas, se fue
persiguiendo la luna de un rey, que publicaba sus cambios de estado de ánimo,
con imágenes solo comparables a los sueños de todos sus antepasados y sus
descendientes, de todos sus yoes, destinatarios de las letras de su escriba.
Mi propio mundo sobre el papel, poseído por la ResaKa del norte,
alterado por sus Goteras en la azotea, se atrevía a inundarse entre libros,
de Cuadros para una exposición, recitando el tintineo de una campana de plata,
tecla a tecla en Andante Maestoso.
Nunca le podré agradecer lo bastante, a aquel vagabundo que encuentro
siempre en el reflejo de cartas que me llegan entre mareas, que me devolviese, mi
diario nunca escrito, de algo más de dos amores.
Cuando llego hasta mi aquel libro de horas, comprendí que
todos somos ángeles caídos, y me descubrí, Yo, desordenado, en los brazos de Isabel, en la complicidad de algo más que
una musa.